14 minutos de fama, 14 minutos de silencio

DURANGO (MEXICO)
kioSco [Ciudad de México, Mexico]

June 1, 2018

By Miriam Canales

En mi breve ejercicio periodístico he tenido oportunidad de conocer a una gran cantidad de profesionistas en la materia y de todos tengo un registro minucioso de sus encuentros, de sus caras, sus palabras y gestos, el de José Antonio Jáquez Enríquez fue especial, a quien conocía de antemano por su trabajo periodístico en la revista Proceso y que murió el viernes 9 de mayo, víctima de un derrame cerebral en el Hospital Medical Sur del Distrito Federal a las 12:37pm.

El lunes siguiente, leyendo uno de los últimos números de esta publicación,  reparé en un recuadro donde rezaba «A la memoria de Antonio Jáquez», un reportero al cual siempre profesé admiración. De inmediato, las imágenes de la tarde del 26 de enero de 2007, fecha en que lo conocí, saltaron de mi baúl de recuerdos.

Jáquez había nacido en San Juan de Guadalupe, Durango en 1952, pero forjó su exitosa carrera en Torreón Coahuila donde estudió la secundaria y preparatoria en la Carlos Pereyra y la carrera de contador público en la ECA de la Universidad Autónoma de Coahuila.

Sin embargo, los números los mantendría al margen de su vocación, su vida estaría regida por la palabra escrita: echó raíces profesionales en La Laguna en el periódico La Opinión y trabajó como corresponsal en esta entidad y en Monterrey para la revista Proceso donde consolidó su  meritorio trabajo.

La trayectoria de Jáquez lo llevó a conseguir «sus 14 minutos de fama», como lo denominaría él,  tras haber destapado el caso de las corruptelas de Raúl Salinas de Gortari en La Laguna con las importaciones de leche en polvo bajo la cobertura de Conasupo y Liconsa, los empresarios lecheros le acusaban de «competencia desleal» y le sugerían al reportero que investigara sobre el tema, todo a finales de la década de los 80.

Según cuenta en el número del 30 aniversario de Proceso, Scherer le encomendó formalmente la tarea de investigar al «hermano incómodo» minuciosamente antes de que concluyera el sexenio. Recordenmos la presencia de los Salinas en Monclova, La Laguna, Monterrey y el ejido Batopilas donde conservaban una casa en la que se dejaban ver de vez en cuando. Impulsaron la imagen de este sitio como un ejemplo de bonanza, mientras que el resto del sistema campesino se derrumbaba en un afán desmedido por la industria lechera.  El resultado del trabajo de Jáquez no sólo fue el mote del «hermano incómodo» para Raúl, sino evidencia de sus malos manejos que lo llevarían a pisar los penales de Almoloya y Santiaguito

El trabajo de Jáquez no concluiría ahí, sus pistas lo conducirían por otros senderos espinosos como el caso del sacerdote Javier Díaz Rivera, acusado de abusar sexualmente de niños de la Casa Hogar que tenía bajo su cobijo. A la diócesis le tembló la mano para aceptar, ya no digamos castigar, a un clérigo miembro de una acaudalda familia y amigo cercano a la entonces primera dama Amalia García de Cepeda (esposa de Carlos Román Cepeda). No obstante, un grupo de valientes mujeres como Alicia Pons y Ana María Ibarra, que trabajaban en esa instancia, decidieron denunciar el hecho a costa de su trabajo. Una historia más a las páginas de Proceso que pondría en entredicho la reputación del clero torreonense.

Otros trabajos alusivos en años siguientes tendrían que ver con el Fobaproa y la impunidad de empresarios y políticos de La Laguna, y las corruptelas de personajes de Vicente Fox y su cuadrilla. Sus méritos lo llevaron a trabajar estrechamente con Rafael Rodríguez Castañeda cuando fue asignado director y con Salvador Corro.

La salud del periodista se había tambaleado desde finales de los 90, donde incluso en alguna ocasión le aplicaron los santos oleos, su persistencia le otorgó vivir unos años más hasta la afección hepática que le aquejó y lo condujo a la muerte.

Tuve la oportunidad de conocer a Antonio Jáquez en la Ciudad de México más por una petición personal y un deseo ansioso por saber quien había escrito semejantes historias periodísticas.

En mi caso, por motivos profesionales y personales decidí emigrar al Distrito Federal, una ciudad temible, azarosa y fantástica, para buscarme la vida en pos de mejores oportunidades laborales. LIamé a todos mis contactos y amigos como Antonio Helguera, caricaturista de La Jornada Proceso, a quien había conocido un mes antes en Guadalajara, para pedirles apoyo. Le solicité que me llevara a la revista y me presentara con algunos de sus colaboradores, en especial a Jáquez y a Rodrigo Vera, cuyos reportajes habían fungido como referencia para otros elaborados por mí en la Revista de Coahuila, en la que colaboré por casi tres años.

El sexto día de mi estancia, un viernes por la tarde, Helguera pasó a mi nueva casa de la capital para llevarme a la calle Fresas en la Colonia del Valle. Las instalaciones de la revista que nunca visité en mi etapa de estudiante en esos viajes escolares (que suelen organizar los institutos para que los jóvenes «se codeen con el medio»), resultaron ser más austeras de lo que imaginaba: su mobiliario no mostraba el menor sentido de opulencia, contaba con un limitado equipo de computo exprofeso para un exclusivo grupo de reporteros y sus ventanales eran lo suficientemente amplios para que irradiara abiertamente la luz del sol. Eso sí, había mucha limpieza y pulcritud.

Ahí estaba Rodrigo Vera quien me observó con aire serio, platicamos un poco acerca de Peñoles y Alberto Bailleres tras haber publicado un reportaje alusivo en la Revista de Coahuila de la cual le obsequié un ejemplar. Para mi sorpresa encontré ni más ni menos que al mismísimo Julio Scherer, muy entrado en años, avejentado pero cordial, vestido con prendas oscuras. Tantos años de investigación y trabajo lo habían dejado en la ruina física. Me tendió la mano para saludarme, la que sujeté con gesto diplomático. «¿Cómo está don Julio?», le saludamos Helguera y yo.

El monero me condujo hacia unas escaleras alfombradas, a medida que avanzábamos la luz se volvía más exigua, pero una oficina bien iluminada del segundo piso rompía con esa incipiente oscuridad… y ahí se encontraba su homólogo Jáquez con una sonrisa que nunca olvidaré.

Su gesto era amable y extrovertido. Le dije mi nombre, donde trabajaba y de donde provenía, sintió gusto al escuchar la palabra «Torreón». «Ah, ahí me inicié yo»-me dijo. Tuvimos una amena charla  donde nunca perdió su amabilidad para conmigo; hablamos de periodismo, de nuestros respectivos trabajos y de La Laguna, evidentemente. Helguera tuvo que irse, razones ajenas a su voluntad le impidieron quedarse con nosotros, preferí permanecer en esa oficina y regresar por mi propio pie a casa aunque desconociera a fondo el camino de regreso.

Al término de la conversación me despedí de Jáquez y bajé de nuevo las escaleras para conocer al último personaje de la tarde: Jenaro Villamil, quien al igual que Jáquez mostró una sonrisa afable. De  igual modo le hablé brevemente de mis orígenes y para mi sorpresa me hizo un comentario inesperado: «Ah, he leído tu nombre en alguna parte».

 Nunca volví a ver a Jáquez, pero conservé siempre el buen recuerdo de ese encuentro. Descanse en paz.

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